Siempre está ese primer momento en el que no sabemos nada. En el que nos guiamos por intuición, por prueba y error ante una circunstancia específica. Siempre está ese primer día de trabajo, donde no sabes ni dónde queda el baño, ni dónde sentarte a la hora del descanso, dónde tomar un café, ni conocemos bien el nombre y cara de nuestros jefes y compañeros.
Siempre está ese primer encuentro con lo desconocido y cuánto lo extraño a veces. En días como hoy, sobre todo, que ando caminando casi de manera inconsciente hacia la cafetería a la cual voy todas las mañanas antes de entrar a trabajar, a pedir el mismo cortado con leche de avena y mirar a las manecillas del reloj ganarle a la duración que quisiera que tuviera los segundos. Hoy y cada mañana.
Hoy y cada mañana que me dirijo de manera rutinaria ante la vida, en la cual no diferencio frío del calor, niebla de resolana y bullicio de la calma. Mañanas como esta dónde estar situado en el centro empresarial de la ciudad o al lado del río no tendrían diferencia, pues mi mente no está presente. Se ha perdido entre actividades que no quiero hacer, lugares a los que no quiero ir, aspiraciones tan lejanas y desanimadas que parecen ya misión de otra vida, o de otro personaje hoy ajeno a mí.
Hoy dejo este texto guiado por el compás de las manecillas del reloj que me indican que ya es hora de asistir, con puntualidad, a un lugar donde la verdad no quiero ir.
