Ahora, esto.

Era febrero del 2019 y andaba paseando por Ayacucho. Y es que Alonso y yo nos vinimos repentinamente. Lo llamé días antes, le ofrecí viajar en el carro de mi vieja, que compartiríamos gastos, que tenía el contacto de un hotel barato, y con cochera. A los pocos días aceptó y sin pensarlo mucho nos enrumbamos. No hacía mucho que volvía de estar paseando un mes entero por Europa. Y un mes previo de andar por el viejo continente venía de vivir, por más de dos años, en Australia. La verdad es que andaba extrañando mucho la sierra peruana, la comida y a mis amigos. Recién me había conseguido un drone y tenía muchas ganas de tomar fotos, grabar, entrevistar a gente, conversar sobre temas relacionados al terrorismo, vidas de gente de a pie. Tenía muchas ganas de buscar historias. Y por esas ganas fue que llegué a parar aquí.

Mi primera vez en Ayacucho fue justo un mes antes de partir hacia Australia. Siempre había tenido una gran curiosidad por este departamento, epicentro del terrorismo en los 80’s. Daba la coincidencia que Alianza Lima jugaba contra Ayacucho. Usando el partido de excusa, partí en bus y pasé cuatro lindos días por allá. Hice un recorrido muy turístico. Conocí lo clásico y regresé a Lima con un empate a uno. Gol de Pajoy desde los doce pasos.

Siendo esta mi segunda vez, y habiendo venido en carro, tenía mayor conocimiento de la ciudad y podría recorrer más rincones ayacuchanos en busca de buenos paisajes e historias.  Al igual que la primera vez, Alianza jugaba aquí el domingo e iríamos al estadio.

Partíamos el segundo día, a eso de las once de la mañana, a buscar nuevos paisajes hacia el sur de Huamanga. Acabábamos de comer un contundente desayuno en el Vía Vía y ya habíamos hecho una previa parada en la bodega para abastecernos de comida chatarra y agua. Necesaria para la ruta. Ya en el camino, vimos un valle pronunciado con un pequeño río abajo. Que linda toma – pensé. Nos cuadramos y despegué el drone. Ni nos habíamos percatado que estábamos cuadrados al lado de una casa de adobe. El drone arriba y la bulla de ventilador a toda marcha hicieron que la dueña de la casa saliera a curiosear qué venía sucediendo fuera de casa.

-¿Y eso qué es?

-Un dro… ¡Una cámara de fotos!

-¿Y vuela?

-Sí, para tomar fotos desde arriba, de los paisajes – le dije.

-Ah, cuando acaben pasen ¿Quieren?

-Lo bajo y entramos – le dije enseguida.

Ni bien cerró la puerta de su casa bajé el drone. Lo guardé en la maletera del carro y tocamos la puerta.

Nos abrió la misma señora, más servicial que antes. Pasen, pasen. Tomen asiento. Ni bien pasamos la puerta entramos a este gran terreno cubierto por pasto verde y amarillo. A la derecha había una casa humilde de adobe, un techo a medio terminar, un cuarto pequeño lleno de maniquíes, una olla grande al lado de la puerta y muchas piezas de pollo que salían de la olla como queriendo escapar del agua hirviendo. Nos presentó a sus familiares. El esposo estaba sentado en un tronco muy cercano al piso. Particularmente a un charco de agua donde reposaban dos Budweiser de medio litro. Al lado del charco, y muy erguida, estaba una botella de whisky a medio terminar y un vasito de vidrio. Saludamos y nos sentamos en unos troncos al lado del señor, recostándonos sobre en la pared a manera de respaldar. Desde el campo aparecieron dos personas más. Eran hombres un poco menores que el señor, familiares también, que venían de trabajar la tierra. Buenas, buenas. Hola, saludamos.

-¿Qué tienen sembrado allá? –  pregunté buscando romper el hielo.

– Habas. El domingo es para trabajar nuestra pequeña tierrita.

Me asomé a ver el sembrío y noté una camioneta del año cuadrada al borde del campo.

-Yo tengo tres tiendas en Huamanga – dijo el señor mientras se servía cerveza en el vaso. Tengo tiendas de ropa.

-Ah, ¿Por eso los maniquíes? – pregunté.

-Si, también hago negocios en Lima. Esta no es mi casa. Yo vivo más abajo. Acá es mi casa de campo. Fines de semana venimos para acá.

-Linda casa – le dije. Se respira mucha paz.

-Si pues, gracias al chino que tenemos esta carretera por donde has venido pues. Antes nada había. Camino de tierra muy difícil de transitar. El chino vino y nos dio pistas. Tantas cosas buenas hizo el chino por nosotros ¿O no?

-Sí – respondieron todos sus familiares a una sola voz.

En la olla se venía preparando una sopa de pollo con bastante papa, cebolla y yuca. Alonso y yo sabíamos que en cualquier momento esa sopa iba a terminar siendo ofrecida a nosotros. Los dos nos mirábamos sabiendo el desayuno exagerado que habíamos tenido hacía menos de treinta minutos. Sin decir palabra alguna también sabíamos que rechazarlo era una falta de respeto y que tendríamos que comerla así no queramos. El momento llegó antes de procesarlo y sobre nuestros muslos reposaban unas generosas porciones de sopa.

-Sírvanse jóvenes – dijo la anfitriona. Todos flaquitos están ve. Todos rieron en coro, incluidos nosotros.

Mientras luchaba por cortar la presa de pollo en dos con la cuchara sin salpicar todo el caldo caliente sobre mí fue cuando la dueña de casa empezó a hablar sin si quiera yo haber hecho pregunta alguna.

-Acá los terrucos entraban como por su casa, se paseaban por acá nomás, y todos andábamos asustados.

– ¡Esos huevones sanguinarios! – añadió el señor. Si no fuera por el chino estaríamos todos muertos.

– ¿Te acuerdas cuando con la metralleta esa nos dispararon? – dijo la señora a su esposo. Al ladito nos pasaban las balas – contaba mientras agitaba sus manos de adelante hacia atrás al lado de sus orejas.

Muy atento a la historia contada empezó a brotar mi espíritu periodístico. Tenía muchas preguntas, una tras otra que iban abrumando mi mente. Quería sacar la cámara, prenderla, ponerla a que grabe el momento, entrevistarla, que me cuente todo, detalles, los más mínimos detalles. Ya me hacía yo haciendo un reportaje, por fin este proyecto que tanto tenía en mente podría comenzar. Me decía una y otra vez que por eso es que había venido a Ayacucho. Que el segundo partido que vería de Alianza, horas más tardes, era otra excusa para por fin dar este largo paso. Miré a Alonso. Él que me miró de vuelta y los dos sabíamos muy bien que no era momento de sacar la cámara, que debíamos disfrutar ese momento, y que debíamos seguir luchando por terminar ese plato, ese inmenso plato de comida. La charla se extendió no mucho más cuando los dos señores que vinieron desde el campo se pararon, entregaron su plato a la doña y se disculparon. A seguir trabajando el campo, un gusto y suerte – se despidieron. Habiendo terminado la última papa del plato, decidimos que era momento de partir. Agradecimos mucho, nos despedimos cariñosamente, nos dijeron que pasemos cuando queramos. Recalcaron que no vivían allí, pero que igual era su casa.

Salimos de la casa satisfechos a todo nivel. Enriquecidos. Llenos del estomago y del corazón. Prendimos el carro, arrancamos, ventanas abajo, aire puro. Reíamos sin parar de lo llenos que estábamos, no nos entraba ni el aire. Nos prendimos un cigarrillo digestivo. Ambos sin decir palabra alguna mirábamos la ruta como mirando al vacío. Creo que cada uno iba ordenando y analizando lo que había sucedido de manera personal.

-¡Yo ya no como nada hasta la noche! – dije riendo.

-¡Yo tampoco! – me dijo entre pausado. O hasta el partido al menos.

Seguimos en la ruta. Apreciaba el verdor del campo. El azul del cielo. El poco gris del pavimento. Los riachuelos que caían sobre las piedras. El momento se estaba gozando al máximo. Y eso habíamos venido a hacer.

-Para lo otro ya habrá tiempo – me repetí silenciosamente.

Ahora, esto.

Ayacucho, Perú. (Feb. 2019).

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