La iluminación del día era agotadora. El cielo me miraba de reojo y se agotaba de verme.
Yo, caminante y algo distraído. Andaba soñoliento y con la intranquilidad latente.
No sé de dónde vienen los placeres ni sé por qué me causan tanto daño. Sé que es un motor que impulsa mis necesidades, me aleja de la naturaleza palpable y me traslada a la nocividad de lo extraño.
Y la música es ajena a mi ser.
La escucho, mas no la siento.
Y ya hace mucho que no siento este imaginativo ser que me pide que lo deje, que me pide que no le conteste más sus suplicas. Y él que suplica en los corredores. Moja el piso, lo trapea. Tira tierra, y la barre. Me tira del pelo, y yo que grito.
Que grito al aire, que miro al cielo. Que le digo que me responda, que aunque sea me muestre alguna señal. Pero él sigue su camino, directo al mar, me mira de reojo aun. Las pestañas se cierran lentamente, aun siento la conexión de su mirada hacia mis ojos. Y hacia mis ganas.
El tiempo no se detiene, nada nos detiene.
La ira sólo crece, el agua está ya calmada. Lo mojado está templado y esperando su llegada. Sus manos apuntan hacia arriba y acarician su interior. Ahora estamos todos mal.
Ahora estamos todos mal.
No funciona más lo planeado y nos vamos.
Ya estamos rumbo a lo que no conocemos. Seguimos nuestros instintos. Perseguimos los sonidos.
Ya llegamos,
que nos esperen descansando.
El camino aun es largo.
No sé cuánto nos tomará.
Bendita la espera. Bendita sea la espera.
