Era mi último día en Estados Unidos. Había pasado los últimos tres meses trabajando de limpiador de cuartos en un hotel cinco estrellas. Había decidido irme lejos por el verano tras haber terminado con mi enamorada, después de casi cuatro largos años. Los veranos siempre nos la pasábamos juntos en su casa de playa. Este primer verano soltero me iba a ser difícil, así que un amigo me propuso el viaje e instantáneamente acepté. Conseguimos una casa desde Lima y conocimos a los que serían nuestra pequeña familia por los siguientes tres meses en la misma agencia por la que nos fuimos. Eran dos chicas casi de nuestra misma edad. Por temas de la universidad ellas tenían que llegar unos días antes, por lo que pensamos que sería aun más fácil llegar a la casa. Hablábamos siempre por teléfono, sería fácil llegar desde el aeropuerto.
Llegamos a Miami a las 9:00 de la noche. Desde Lima nos decían que debíamos tomar un tren hacia el norte, bajarnos en la estación de Lake Worth y luego caminar unas cuantas cuadras. Todo sonaba sencillo. Todo sonaba a país del primer mundo. La cosa es que llegamos a Miami, sacamos las maletas del carrusel de maletas y empezamos a averiguar donde quedaba el tren. Éste quedaba al otro lado del aeropuerto. Cogimos una especie de taxi y por fin llegamos. Serían ya las 9:40 de la noche cuando llegamos a la cerrada estación del tren. El servicio funcionaba solo hasta las 8:30 de la noche. Así hubiésemos querido no hubiésemos podido coger el tren. El reloj avanzaba y necesitábamos encontrar una solución. Nuestra casa quedaba como a una hora y media y las opciones eran limitadas. Caminamos ya más apurados hacía la central de taxis. Preguntamos cuánto nos saldría un taxi hacia Lake Worth. Aunque ya nos esperábamos una respuesta bastante cara, esta fue aun más: 230 dólares. Nos miramos. Reímos. No sabíamos que hacer.
Con nuestro inglés intermedio y los nervios del recién llegado empezamos a preguntar a los diferentes empleados del aeropuerto que alternativas teníamos para llegar a nuestro destino. Unos nos decían que durmamos allí y tomemos el tren de la mañana. Otros que tomemos el taxi. Otros que alquilemos un auto. Se nos abrieron los ojos y fuimos corriendo a la central de alquiler de autos. Buscamos en más barato y encontramos uno por 34 dólares. Era un Nissan Tiida hatchback 1.3. Sin pensarlo dos veces lo alquilamos. Yo tenía 21 años recién cumplidos y mi amigo 20. Nos quisieron cobrar más por ser tan jóvenes, pero logramos convencerlo.
Ya eran como las 11:30 de la noche. Metimos a la fuerza las cuatro maletas que teníamos y lograron ocupar casi el 80% del auto. No había forma de mirar por el espejo retrovisor y ver si quiera un pedazo de pista. Encendí el auto y salimos del aeropuerto. Recuerdo haber sentido un alivio tremendo. Una tranquilidad de por fin haberlo logrado. También recuerdo los 24 segundos que me duró. Estábamos ya en el auto, manejando sin saber donde, sin tener idea hacia donde y sin una ruta de la cual guiarnos. Ya nos arrepentíamos de ser tan avaros y no haber pagado 20 dólares más por el GPS. En la guantera encontramos un mapa de Florida y la tranquilidad volvió a nuestros cuerpos. Con bastante dificultad logré llegar a la carretera que nos dirigiría a nuestra casa. Luego de 40 minutos hacia el norte paramos en un grifo. Compramos toda clase de comida chatarra gringa, Red Bulls, Doritos y cigarros. La aventura comenzaba y de la mejor manera. Unos 25 minutos después de haber retomado la ruta le pregunté a mi amigo cuál salida debíamos tomar. Empezó a mirar el mapa, le daba vueltas a la izquierda, a la derecha, boca abajo. Me miró y me dijo: el mapa termina en Boyton Beach, ¿Dónde estamos? Empecé a mirar los carteles de la calle y vi uno que decía que la siguiente salida nos llevaba a Jupiter beach. En el mapa no salía esa playa por lo que supusimos que ya nos habíamos pasado. Seguimos hacia el norte unos minutos más hasta que vimos otro grifo. Paramos a preguntar por Lake Worth. El señor se rió y nos dijo están lejos, eso queda como a 50 minutos al sur. Al parecer el mapa que teníamos terminaba a tan solo 25 kilómetros del aeropuerto. Nos habían dicho que Lake Worth quedaba a 1 hora y media de donde sacamos el auto, pero suponemos que los gringos suponían que iríamos a 100 kilómetros por hora como la ley manda. La verdad nosotros fuimos a 160 y en algunos tramos a 180 kilómetros por hora. Ahora que lo pienso debe de haber sido graciosa la imagen de un Nissan 1.3 hatchback, con cuatro maletas en el asiento trasero y dos tipos grandes en los asientos de adelante andando por la ruta a 180 kilómetros por hora.
El hecho es que dimos vuelta en u y empezamos a ir hacia el sur. Eran ya como la 1:00 de la madrugada cuando por fin llegamos a casa. Increíblemente llegamos hasta la puerta de la casa sin ayuda de un mapa ni GPS. Bajamos del auto realmente cansados, dejamos las maletas en el mismo y tocamos la puerta para que nos abriesen. Nos abrieron las chicas. Nos abrazaron. Nos reímos. Entramos a conocer la casa en persona, ya que por internet ya la había recorrido de pies a cabeza. Nos sentamos a tomar unas cervezas los cuatro. Le contamos de nuestra primera aventura. No lo podían creer. Se reían de nosotros y nosotros también.
Ahora recién subo esta página y veo que me distraje. Veo que comencé escribiendo este texto acerca del último día del viaje. Veo que solo escribí acerca del primero. Y es que el primero tuvo mucho de los 90 días que pasé en Lake Worth. De esas constantes aventuras que me llevaron de la risa al llanto. De la desesperación a la tranquilidad. Del amor al odio. Y es que ahora, en este momento, escribir de ese último día sería seguir por la misma línea de ese verano, me llevaría de la alegría que tengo al recordar el primero a la tristeza que siento al recordar el último. De la tranquilidad que tengo de redactar el primero a la desesperación que me da tan solo pensar en escribir del último. Del amor que me enseño esta aventura tempranera al odio que no quiero sentir cuando lo recuerdo.
Pero bueno, era mi último día en Estados Unidos…
Perdón, no puedo.
